Las mujeres estamos acostumbradas a pasar por todo tipo de torturas con el único y loable objetivo de estar siempre radiantes y bellas. No lo hacemos sólo para agradar al sexo opuesto, seducir u obtener algún beneficio por nuestros femeninos atributos...en la mayoría de los casos lo hacemos para complacer el instinto narcisista o por simple vanidad. Aunque también es cierto que la sociedad patriarcal en la que vivimos, al menos en esta parte del planisferio, nos exige algunos cuidados que con el correr de los años han llegado a convertirse en "responsabilidades": depilarnos, arreglarnos las uñas, estar delgadas, cuidar el cutis, el pelo, la vestimenta, etc, etc, etc, etc, etc, etc. Ufffffffff, sólo nombrarlas agota!
Pero bueno, se supone que con los años una se acostumbra a ciertas rutinas, sabe calcular los tiempos y acomodar los turnos para estar siempre impecable. Sin embargo, los imprevistos acechan con frecuencia y los planes se caen.
Resulta que resolvés un viaje a último momento y cuando te mirás al espejo te das cuenta de que así no podes ir a la playa, entonces empezás la búsqueda de la solución: llamás a tu lugar de confianza, a ese donde sabés que te tratan bien, que no te duele, que quedás conforme y que se acomoda a tu presupuesto , pero claro, no hay turnos. Ahí empezás a agarrarte la cabeza y pensar "a dónde voy, a dónde voy...". Justo se te prende la lamparita y sacás de la cartera un volante que te dieron por la calle, llamás para consultar los precios y como la inflación llega a todos lados, te das cuenta que no podés pagar esa suma. Entonces, no te queda otra que emprender un pequeño estudio de mercado por las peluquerías del barrio para ver qué precio te conviene más, y ahí nomás, guiada únicamente por valor económico, te entregás a la aventura de depilarte en un lugar desconocido.
La cuestión es que llegás y te atiende una señora de rulos, mucho maquillaje y tono de voz suave. La apariencia física no te da ninguna pista sobre cómo será con el arte de manejar cera caliente sobre tu piel sensible, pero ya estás ahí y necesitas lo que esta mujer tiene. Te acostás en una camilla, en paños menores y quedás indefensa, en manos de una desconocida que juega con tu cuerpo y con tu tiempo. Ella es tu única salvación y parece saberlo, porque disfruta mientras unta con cera cada centímetro de tus piernas, y se relame cuando ve tu cara de dolor. Pero eso no es todo, cuando el proceso ya está iniciado y levantarte para salir corriendo no es una opción, te das cuenta de que no sólo te lastima, sino que descubrís que con su lerda técnica no logra los resultados deseados. Entonces, desde la camilla, mirando el techo como una cucaracha moribunda, empezás a desesperarte, a gesticular cuando la mujer de la espátula se da vuelta, a querer asesinarla.
Entendiendo que estar ahí es tu única salida te tranquilizás, y con tu mejor sonrisa le decís "¿me pasas por ahí otra vez?". Así esperás que termine, pagás y al salir parás en la farmacia, comprás una maquinita, y mascullando te vas a tu hogar.
Pero bueno, se supone que con los años una se acostumbra a ciertas rutinas, sabe calcular los tiempos y acomodar los turnos para estar siempre impecable. Sin embargo, los imprevistos acechan con frecuencia y los planes se caen.
Resulta que resolvés un viaje a último momento y cuando te mirás al espejo te das cuenta de que así no podes ir a la playa, entonces empezás la búsqueda de la solución: llamás a tu lugar de confianza, a ese donde sabés que te tratan bien, que no te duele, que quedás conforme y que se acomoda a tu presupuesto , pero claro, no hay turnos. Ahí empezás a agarrarte la cabeza y pensar "a dónde voy, a dónde voy...". Justo se te prende la lamparita y sacás de la cartera un volante que te dieron por la calle, llamás para consultar los precios y como la inflación llega a todos lados, te das cuenta que no podés pagar esa suma. Entonces, no te queda otra que emprender un pequeño estudio de mercado por las peluquerías del barrio para ver qué precio te conviene más, y ahí nomás, guiada únicamente por valor económico, te entregás a la aventura de depilarte en un lugar desconocido.
La cuestión es que llegás y te atiende una señora de rulos, mucho maquillaje y tono de voz suave. La apariencia física no te da ninguna pista sobre cómo será con el arte de manejar cera caliente sobre tu piel sensible, pero ya estás ahí y necesitas lo que esta mujer tiene. Te acostás en una camilla, en paños menores y quedás indefensa, en manos de una desconocida que juega con tu cuerpo y con tu tiempo. Ella es tu única salvación y parece saberlo, porque disfruta mientras unta con cera cada centímetro de tus piernas, y se relame cuando ve tu cara de dolor. Pero eso no es todo, cuando el proceso ya está iniciado y levantarte para salir corriendo no es una opción, te das cuenta de que no sólo te lastima, sino que descubrís que con su lerda técnica no logra los resultados deseados. Entonces, desde la camilla, mirando el techo como una cucaracha moribunda, empezás a desesperarte, a gesticular cuando la mujer de la espátula se da vuelta, a querer asesinarla.
Entendiendo que estar ahí es tu única salida te tranquilizás, y con tu mejor sonrisa le decís "¿me pasas por ahí otra vez?". Así esperás que termine, pagás y al salir parás en la farmacia, comprás una maquinita, y mascullando te vas a tu hogar.
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